El primer día del año amanecí en Manresa -en el corazón de la comarca del Bages, donde el hombre implantó una importante agricultura de secano, una gran tradición ganadera y una enorme sensibilidad por el viñedo, sus frutos y sus jugos-. Aquí encontramos la "Denominació d'Origen Pla de Bages", que goza de una ubicación privilegiada, abrazada por las formaciones montañosas de Montserrat y la Serra de Castelltallat, el Parc Natural de Sant Llorenç del Munt i l'Obac o el macizo de Montcau.
Cuando los caminos todavía eran caminos, los viñedos estaban muy alejados de los pueblos y el transporte de la vendimia a lomo de mula era muy lento y costoso. Fue entonces, a mediados de siglo XVIII, el momento en que los pagesos empezaron a obrar tines, construcciones de piedra y mortero de cal impermeabilizadas en el interior con baldosas, que servían para almacenar la cosecha. Las levantaban cerca de la viña. Hoy existen alrededor de cuatro mil ejemplares bien conservados en la comarca.
Después de una templada ducha que arrancó todo el dolor de cabeza causado por la noche anterior, cogí carretera dirección Rocafort de Bages, un pequeño pueblo donde reina la paz y la tranquilidad entre sus cincuenta y cuatro vecinos, y en cuyos alrededores existen preciosos ejemplares de tines. Había quedado con mi padre para comer, cuatro meses después de nuestro último encuentro. Nos citamos en Masia Can Serra, una antigua casa de campo restaurada y acondicionada como restaurante.
Cuando crucé la puerta de entrada ya pude sentir lo que me esperaba; el hall de altas paredes de piedra robusta y gruesa levantadas hace más de cien años transmite la calidez del hogar, de la familia y de la amistad.
Al fondo nos recibe con gran amabilidad pero sin adornos (algo que en mi opinión es de agradecer) Santi, propietario de la casa, quien me ofreció una cerveza mientras esperaba y me invitó a gozar del calor que la llar de foc transmite a toda la cámara. Finalmente llegó mi padre, lo que provocó un vuelco a mi corazón y un mar en mi mirada.
Con gran discreción y esperando hasta el momento oportuno, Xavi -que dirige con jovial simpatía la sala- nos invitó a pasar al comedor. Las rocas colocadas una a una por la mano humana hace más de un siglo te transportan a lo antiguo, a lo auténtico. Las mesas vestidas por manteles blancos dan luz y nitidez al lugar.
Después de revisar la carta y de contarle a Xavi que, por la hora ( 16:00 ), estaba algo hambriento, me sugirió empezar con unos garbanzos enmascarados con butifarra negra de pagès y jamón de bellota. Mi padre se decantó por la tradicional escudella amb pilota -servida en la mesa-, de la que no dijo ni media palabra pero le vi repetir, algo inusual en él. Valen más los hechos que las palabras y Pere se puso las botas. Las legumbres de mi entrante -de ración más que generosa- estaban en su punto de cocción, con la butifarra bien integrada que se sentía sedosa y refinada en el paladar, sin exceso ni mengua en el punto de sal.
Para los segundos ambos nos inclinamos por el solomillo de ternera a la brasa. Pedimos la carne muy poco hecha -y a así llego a nuestra mesa-, con el exterior bien dorado pero el interior rojizo y de vivo color. Disfrutamos de los alimentos acompañados con el vino de la casa tomado a porrón, como se ha tomado toda la vida en el campo. Aunque era un vino de mesa, resultó sabroso y agradable; acompañó perfectamente toda la comida de principio a fin, dejando pequeñas salpicaduras en mi vestimenta ante la sonrisa burlona de mi padre.
Los postres: un mel i mató, tierno y sabroso que comí con entusiasmo; y un platillo de manchego que mi taita acompañó con algo de pan tostado, cerraron una rica comida. Manipulación del alimento sin pretensiones, huyendo de la esferificación, de la pincelada y del minimalismo para volcarse en lo esencial.
Al salir no pude evitar echarle un ojo a la cocina, para comprobar que no fuese mi abuela la de delante de los fogones, pero no fue así. Allí estaba Eila, la joven y simpática encargada de dar sabor y forma a los suculentos platos de la Masia. Entre palabras me contó que donde vive tiene dos emús que esa misma mañana habían puesto huevos frescos, y me obsequió con uno, de color verde, cáscara dura y cinco veces más grande que uno de gallina.
Masia Can Serra es un lugar donde ir a comer en familia, o con amigos. En el que encontrar comida tradicional catalana de primera, tranquilidad y contacto con la naturaleza a la puertas del parque natural de Sant Llorenç, en el corazón de las Valls del Montcau.
La velada costó unos treinta euros por persona, una muy buena relación calidad-precio.
A la salida del restaurante, nos dirigimos a casa. Recuerdo cuando a la edad de seis años, en Can Oristrell - la masia donde vive mi padre -, hicimos un simulacro de vendimia y un diminuto yo repisaba descalzo unas uvas que pronto tiñeron mis infantiles piernas entre largas carcajadas; el mismo lugar en el que vi caer a papá desde lo alto de un árbol comprobando la fortaleza de una de las vigas que debía sostener mi futura casita abrazada por las ramas de una encina; donde aprendí, rodillazo a rodillazo, a montar en bicicleta; donde una montaña mágica con el nombre de mi madre hacía guardia en la ventana de mi habitación...
Por la noche llegué a Sant Cugat, lleno de felicidad y a la vez nostalgia por todo lo revivido. En posesión de mi regalo fui a buscar la calidez de la amistad en el bar donde trabajan unos amigos. Allí preparamos una tortilla que solamente aderezamos con una pizca de sal para conservar toda la naturaleza del sabor del curioso huevo verde, que resultó ser elegante, fino y muy sabroso, al que acompañamos con pà amb tomaquet. Esa noche Modou, Perita, Xavi y yo disfrutamos del sabor de compartir.
Compartan tanto como puedan, pues en compañía siempre sabe mejor !
Salut, amistat i bon vi !